La monstruosidad. Y la posible operación del psicoanálisis sobre el discurso de la ciencia por Ricardo Comasco

| Edición N° 5771

Buenos Aires, Argentina

27-07-2024 |


La monstruosidad. Y la posible operación del psicoanálisis sobre el discurso de la ciencia por Ricardo Comasco

El temor a una ciencia peligrosa. La ciencia ‘en-sí’ y el discurso ideológico de la ciencia. 


La posible operación del psicoanálisis sobre este discurso.  

    En 1818 se publicó en Inglaterra una novela que desde entonces ha causado gran impacto y que aún hoy conserva un extraordinario poder. No se trata de la obra de un escritor consumado, sino de la primera incursión en las letras de la joven esposa de un gran poeta del romanticismo. Mary Shelley concibió la idea primordial de aquel relato en un ensueño. En estado de duermevela, vio la escena principal: un pálido estudiante de artes sacrílegas se arrodilla junto al objeto que ha creado, el engendro que se extiende en un movimiento tenso luego de haber cobrado vida, el monstruo que finalmente lo destruirá. Mary tituló a la novela Frankenstein o el moderno Prometeo.

    ¿En qué radica el poder de esta obra? Seguramente este relato trascendió, como es el caso de tantos otros, porque su contenido metaforiza algo esencial de la condición humana. La novela recoge preguntas que han inquietado a escritores y pensadores a lo largo de toda la historia. El título mismo nos envía a otro relato, de un pasado lejano. En la mitología griega, Prometeo es un titán honrado por los hombres por haber robado el fuego de los dioses para entregárselo a los mortales, razón por la cual Zeus, a modo de castigo, le vaticinó enfurecido: “Un gran dolor te sobrevendrá a ti y a los hombres futuros. A estos, yo en pago del fuego robado, les daré un mal con el que se deleiten todos en su corazón sin que sepan que es un mal lo que aman.” (Hesíodo, Los trabajos y los días, en torno al año 700 a. C.). La versión romana del mito le atribuye a Prometeo la creación de seres humanos a partir del barro. En el soberbio poema “El Golem”, Borges recoge un mito equivalente de la tradición judía. Recordemos también el texto bíblico. En el capítulo III del Génesis la serpiente le dice a la mujer: “cuando coman de este árbol (el árbol del conocimiento del bien y del mal), se les abrirán los ojos y serán como dioses.”       

    La historia de Shelley nos remite también a la leyenda de Fausto, aquel que en un pacto con el diablo intercambió su alma por el conocimiento ilimitado y los placeres mundanos. El doctor Frankenstein buscaba penetrar el secreto de un conocimiento que no estaba hecho para los hombres, y creó así su Némesis mefistofélica. La novela de Shelley expresa, una vez más, uno de los mayores miedos que acosan a los hombres: el de la ciencia peligrosa, el de un saber que puede volverse en contra del hombre.

    La ciencia ficción del siglo XX agrega una nueva fábula, la de las máquinas inteligentes que se independizan de sus creadores y atentan contra la humanidad. Hay numerosos ejemplos en el cine y la literatura: Yo robot, 2001: odisea espacial, Matrix, entre otros.   

    Creemos que la potencia de todos estos relatos reside en que logran situar los puntos de tensión entre lo que desde el psicoanálisis conceptualizamos como el saber, la verdad, lo real y el sujeto. 

    

    La cuestión de las relaciones entre el psicoanálisis y la ciencia constituye uno de los principales problemas en los desarrollos teóricos y clínicos de las distintas orientaciones del psicoanálisis a partir de Freud y Lacan. El asunto ha sido planteado de diversas maneras desde la fundación misma del psicoanálisis como práctica discursiva.

    Freud sostuvo al respecto una posición invariable a lo largo de toda su obra: el psicoanálisis debía adherir a la ‘cosmovisión’ de la ciencia, y tanto sus formulaciones teóricas como su práctica clínica tenían que apartarse de las ilusiones de la religión y la magia. Su insistencia en estas afirmaciones estaba justificada; era necesario establecer una divisoria de aguas. Pero está claro que los descubrimientos freudianos y la invención del dispositivo analítico introducían un problema en el centro mismo del campo en el que pretendían incluirse.    

   Siguiendo el camino abierto por el pensamiento freudiano, Lacan se ocupó de despejar la lógica del funcionamiento de las prácticas religiosas y mágicas, e instó a los analistas a estar precavidos de sus hechizos y a no dejar caer al psicoanálisis por la pendiente del oscurantismo. Pero en cuanto a las relaciones entre el psicoanálisis y la ciencia es preciso señalar diferencias esenciales entre la posición de Freud y la de Lacan. 

    Desde la perspectiva de Lacan, el psicoanálisis comparte con la ciencia un horizonte caracterizado por la necesidad de formalización, pero en cuanto a su inclusión o no en el campo de la ciencia, el planteo es diferente al de Freud. En 1964, Lacan señala una ‘dirección hacia una ciencia conjetural del sujeto’. A partir de ahí, ‘la pregunta que constituye el proyecto radical del psicoanálisis es la que va de: ¿es el psicoanálisis una ciencia? a: ¿qué es una ciencia que incluya al psicoanálisis?’. O bien, ‘¿cómo es posible una ciencia aún después de lo que podemos decir del inconsciente?’. Se trata de preguntas fundamentales, que configuran el programa de investigación de Lacan desde el comienzo de su enseñanza y se sostienen a lo largo de todo el proyecto.

    Pero para intentar ahondar en estos problemas es preciso remontarnos al siglo XVII, al momento del nacimiento de la ciencia moderna. A partir de la formulación del ‘pienso, luego existo’, el famoso cogito de Descartes, el pensamiento –la res cogitans– se lanza en una avanzada sobre la res extensa, aquello que no piensa y por lo tanto carece de ser. En este mismo acto de separación de la sustancia pensante y la sustancia extensa se envía al abismo de la extensión todo lo que no piensa, incluido el cuerpo humano. He ahí la potencia y la eficacia del cogito, que dará lugar a las proezas de las ciencias naturales, y también, desde cierta perspectiva, a la creación de algunas monstruosidades. He ahí también el carácter forclusivo del cogito. Al creer que se puede pensar (y hacer) todo, sin resto, la ciencia –cuando se articula como discurso– forcluye la verdad-como-causa del sujeto. (Cuestionaremos luego la idea de que la ciencia (‘en-sí’) forcluye el sujeto.) Lo cierto es que al cerrar las fronteras entre verdad y saber, un saber hipertrófico se desentiende progresivamente de sus consecuencias de verdad. 

    De acuerdo con una de las acepciones dominantes en los discursos de la filosofía y las ciencias modernas, la verdad consiste en la adecuación de la cosa y el intelecto. Lacan rechaza esta definición clásica. En psicoanálisis no se trata de una verdad que se podría postular como universal sino de una verdad que hace a lo particular de cada sujeto. La función clínica del analista consiste en hacer oír al analizante la verdad articulada en su decir. Una cura analítica debería desembocar en una verdad que no implica ninguna exhaustivación del saber inconsciente, sino un saber sobre la estructura, sobre lo imposible lógico –lo real– que ella establece y que se enuncia ‘no hay rapport sexual’. A partir de la marcha cartesiana, el saber sirve para acrecentar el saber, dejando de lado el problema de la verdad como causa. Pero esta verdad retorna en la ciencia, a veces monstruosamente, y resurge en el interior mismo del saber. En el dispositivo analítico, por el contrario, se produce un saber que afecta al sujeto, un saber articulado al deseo y a la verdad que retorna con el síntoma.

    El iluminismo perseguía el objetivo de convertir a los hombres en amos a través de un pensamiento en continuo progreso. Así, la razón podría conocerlo todo; la realidad se haría completamente transparente al conocimiento. Ahora bien; supuestamente la vía del dominio integral de la naturaleza por la razón iba a liberar a los hombres, pero evidentemente el mundo ha resultado algo muy distinto de lo que los iluministas esperaban. La razón, erigida como ideología burguesa y capitalista, ha sido uno de los creadores de algunas de nuestras mayores monstruosidades. 

    La ciencia sabe lo que puede, pero no sabe lo que quiere, decía Lacan. La literatura puede entonces esclarecernos en este punto, ya que nos permite situar a la ciencia ficción en el lugar del fantasma de la ciencia. En sus peores pesadillas sobre la inteligencia artificial, la guerra atómica y la manipulación genética, podemos encontrar algunos núcleos de verdad.

    No se trata de demonizar a la ‘ciencia en-si’ y el avance de la tecnología, lo cual sería absurdo aun para los autores críticos. La ciencia ha traído enormes beneficios a la humanidad, es indudable. Aspiraríamos más bien a intervenir sobre las fantasías de totalización, representación y control absolutos del ‘discurso ideológico de la ciencia’. 

    Una ciencia que incluya al psicoanálisis estará marcada por el Nombre-del-Padre, por un ‘no’: no hay cópula absoluta entre pensamiento y ser. La verdad como adecuación en el campo de la ciencia sólo puede sostenerse cuando se excluye algo: lo no simbolizable de la experiencia, precisamente lo real –en tanto distinto de la realidad, que se construye en los niveles simbólico e imaginario–. Pero lo real, más tarde o más temprano, retornará; y a veces bajo la forma de la monstruosidad. En contra de esto, el psicoanálisis, a partir de la consideración de lo real, le señala a la ciencia el lugar de lo imposible lógico en la pretensión del saber absoluto.  

     Lo que Lacan le interpreta al cogito, que traduce como ‘pienso y soy’, es que no pueden copular por entero ser y pensamiento. Y efectúa así una intervención sobre la ilusión totalizante del discurso de la ciencia. Va a proponer: No ‘pienso y soy’ [¬ (p ^ q)], que por leyes lógicas se transforma en [¬p v ¬q]; o sea, ‘o no pienso, o no soy’. Así, la enunciación “cuando pienso no soy” está originariamente reprimida, y es el lugar del Inconsciente; y la enunciación “soy cuando no pienso” es el lugar del Ello. Hay un pensar sin yo, lo que llamamos el inconsciente: un saber insabido. Y también hay una instancia que consiste en un ser sin yo: el ello freudiano. Ello habla, ello sueña, sin ningún ser asegurado en ningún yo. Entonces, si –como sujeto– pienso, me sitúo del lado del Inconsciente. Pensar es romper la holofrase del Otro y colocar allí el rasgo subjetivo. Pero si me sitúo –como objeto– del lado del ser (soy el objeto para el Otro) me ubico del lado del Ello.

    Cabe destacar que en el campo de la ciencia misma se han desarrollado teorías que demuestran la imposibilidad de la consistencia absoluta por la incompletud irreductible de lo simbólico. Se ha intentado en las ciencias formales instalar un Otro simbólico al fin estrictamente unívoco. Pero no se ha logrado establecer esta univocidad sin falla. Todas las tentativas chocan contra una roca. El impacto de los teoremas de Gödel consiste, justamente, en darle su lugar a esta roca, que ya no se entiende como un defecto en el rigor de las demostraciones sino como un elemento necesario de la estructura de la racionalidad misma.

    El psicoanálisis como praxis clínica responde a un modo específico de malestar, el producido en la cultura judeocristiana a partir del nacimiento de la ciencia moderna. El sujeto del inconsciente es un correlato del sujeto de la ciencia. El sujeto sobre el que operamos en psicoanálisis no puede ser sino el sujeto de la ciencia. Allí donde hay ciencia se produce un sujeto –no se lo forcluye–, pero al momento de ser creado este sujeto es también excluido, no teniendo allí representación posible. El psicoanálisis va a operar justamente sobre esta exclusión, dándole al sujeto su representación en la cadena de pensamientos y reabriendo las fronteras entre saber y verdad. De ahí su eficacia clínica y sus efectos terapéuticos. 

    En el más allá del principio del placer, la compulsión a la repetición y la pulsión de muerte pueden presentarse bajo la forma de la monstruosidad. En cada época las formas de padecimiento subjetivo presentan una relación de estructura con las formas de discurso dominantes. Ante esto, el psicoanálisis propone el rescate de la función del sujeto y del deseo mediante una operación discursiva.